Años después de haber demostrado ante sus colegas que la piel nace y muere en el ombligo, y que narra la historia de los individuos en cada pliegue, el doctor Wilhelm Lichtbaum presentó, en el XIII Congreso Internacional de Medicina Forense, una de las teorías que se le habían presentado como consecuencia deductiva natural de aquélla.
Si el tejido que cubre el cuerpo humano puede ser descosido y vuelto a coser tomando al ombligo como punto de partida y llegada, era razonable, entonces, hipotetizar sobre la posibilidad de que ese órgano estuviera compuesto por distintas partes. ¿Quién podía concebir, en la era pre-Lichtbaum, que un órgano que daba la apariencia de estar adosado al cuerpo, o, más bien, ser parte indiscriminable de él, pudiera deshacerse tan fácilmente? La cuestión no estaba planteada en la arena de las posibilidades prácticas, sino en la capacidad imaginativa que permitiera descubrir algo que estaba allí pero debía ser librado del velo teórico que lo cubría.
La piel, de esta manera, daba apariencia de ser algo que no era, o al menos de estar presente en la anatomía humana mediante un sistema que tampoco era real. ¿Por qué, entonces, no imaginar que la apariencia de homogeneidad que exhibe la piel es engañosa? Años antes, Lichtbaum dejó atónitos a sus colegas con una demostración empírica practicada con el cuerpo de un cadáver. Evidentemente, en esa instancia el excéntrico investigador no tuvo posibilidad de comprobar qué reacciones generaba el desprendimiento en el muerto. Tampoco estaba entre sus intenciones. A posteriori, sin embargo, la pregunta estalló como algo natural. Pensó Lichtbaum: “De haber estado vivo, ¿qué habría sentido? El dolor, ¿habria sido igual en todas las partes? ¿Y habria sólo dolor lo que hubiera sentido? Si las costuras del vientre hablaban de la desnutrición de su vida de linyera, ¿habría sentido hambre cuando se le descosió esa parte? Y esas costuras, ¿denotarían en vida alguna función adicional, es decir, darían la orden de alerta ante la falta de alimento, por ejemplo?”.
Durante nueve años, Lichtbaum se afanó en averiguar cuánto de verdad había en la nueva hipótesis: así como el cuerpo está formado por multiplicidad órganos que cumplen una o varias funciones cada uno, la piel tiene, además de cubrir y proteger carne, huesos, tejidos y órganos, otros cometidos. Si podía “narrar” una historia, también podría cumplir otras funciones, acaso más simples y “biológicas”. Lichtbaum imaginó a este órgano como una frazada compuesta de retazos sensoriales o funcionales.
A la hora de iniciar los trabajos de campo, a Lichtbaum se le planteó un dilema: ¿debía investigar con modelos elegidos al azar o debía incluir en su selección algún criterio de diferenciación? Aunque adscribía a la escuela “antirracial” (aquella que sostiene que no existen diferenciaas de funciones en las partes de organismos pertenecientes a personas de distntas etnias), se percató que diferentes culturas daban tratamiento distinto a la piel. En consecuencia, concurrió a ritos de agujereamiento de orejas de algunas tribus africanas, para hacerse de muestras de los trozos extirpados. Lo mismo hizo con pedazos de piel de nariz, mentón y frente, de esas mismas tribus y otras, así como de trozos de piel de personas “blancas” y “amarillas”.
Los avances llegaron cuando se dedicó a estudiar a un voluntario judío, a quien solicitó participación movido por el ritual de la circuncisión. Antes, al convencerse de la eventual utilidad que podría brindar un judío para su investigación, se había dirigido a la sede de la organización social y religiosa de la comunidad, a solicitar colaboración. Escépticos ante el extraño interés del forense de apellido alemán, los máximos dirigentes de la comunidad se negaron a prestarle ayuda para encontrar voluntarios1.
Cabizbajo, y pensando en ciertos temas relativos al racismo y los prejuicios, regresó a su casa con la convicción de que su aventura teórica había conocido su fin. Sin embargo, un mes más tarde, un amigo industrial lo invitó a la ceremonia de inauguración de una de sus plantas. En el acto, su amigo le presentó a un periodista que había concurrido a “cubrir” el evento y minutos después de haber iniciado la charla descubrió que era judío. También notó que era una persona razonable, y por eso su miedo a ser rechazado nuevamente cedió ante sus responsabilidades científicas y le narró su experiencia. “Es una verdadera pena”, le dijo al cronista. “Los judíos se niegan a colaborar con mi investigación, y creo que es en ustedes donde reside el secreto”. No sorprendido por la reacción que -según le narró Lichtbaum- tuvieron los dirigentes comunitarios, el periodista esbozó una leve sonrisa y afirmó: “Doctor, no todos los judíos suscribimos a las directivas institucionales. Yo me ofrezco como voluntario”.
El científico puso manos a la obra al día siguiente. “Si la piel”, razonó, “está íntimamente ligada al sistema nervioso (ello se observa claramente en sus reacciones ante el dolor), entonces sus funciones ‘activas’ trabajan mediante el viejo mecanismo ‘causa-efecto’”. Por lo tanto, montó un operativo de observación permanente del periodista, estimulado por distintas causas. Por un lado, hizo instalar cámaras en todos los rincones de su casa, sita en Miniver 1984. Por otro lado, hizo instalar una cámara en las gafas del investigado. Las imágenes recogidas eran enviadas -vía satélite- en tiempo real a monitores instalados en la casa de Lichtbaum.
Nueve meses de investigación dieron resultados sorprendentes. Lichtbaum descubrió algo que había comenzado a percibir, muy lentamente, a partir del tercer mes: el individuo carecía por completo de aptitudes prácticas. Vale decir, todo aquello relacionado con las tareas prácticas –especialmente las manuales y, más especialmente aún, las domésticas- era absolutamente irrealizable para el periodista. Por ejemplo, carecía de la habilidad necesaria para hacer la cama, desconocía la manera de activar una tostadora o manipular una sanwichera, y se frustraba ante la imposibilidad de encender una hornalla. Las inhabilidades se extendían en círculos concéntricos de la vida cotidiana: llevaba varias llaves sueltas en lugar de reunirlas en un llavero, se equivocava sistemáticamente de calle cuando debía concurrir a un lugar conocido o desconocido, y era seguro que algo se le caería cuando maniobraba, al mismo tiempo, con su grabador y su libreta de anotaciones.
Lichtbaum pudo descartar rápidamente su hipótesis de que la incapacidad del reportero se limitaba a lo manual (lo que no lo habría diferenciado de otros varones no circuncisos pero con dificultades motrices). En este caso, había algo más. El problema radicaba en la forma en que el periodista pensaba que podía “resolver” sus problemas. ¿Cómo se explicaba, si no, que, pese a los años de experiencia, cada vez que debía utilizar el microondas, preguntara a su mujer qué botones debía presionar?
Lichtbaum acudió a pedir ayuda a su amigo Aim Suloc, neurólogo. Los siguientes seis meses de investigación los emprendieron juntos, con exámenes realizados directamente al cuerpo del voluntario.
Descubrieron, finalmente, que el secreto radicaba en el prepucio, o más bien, en la ausencia de éste. Ese pedazo de piel, inexistente en el investigado, es, en quienes sí lo poseen, el “centro de comando” de las actividades prácticas. Las habilidades del varón para realizar tareas que no sean imaginar, reflexionar, hacer el amor, practicar un deporte o cumplir tareas laborales, reciben órdenes desde distintas zonas del sistema nervioso, pero es en las células del prepucio donde se “hallan” esas habilidades.
El descubrimiento de los científicos no es novedoso sólo por su contenido, sino también por el métido de investigación. No descubrieron la función del prepucio hurgando en él, sino en un cuerpo que no lo tiene. Según lo hallado por Suloc, ese trozo de piel está íntimamente conectado con la médula espinal, que es, en este caso, la que envía las órdenes, en base a estímulos previos del cerebro. La masa gris comunica a la médula: “Debo hacer una tostada; resuélveme el problema”. La médula, pues, transmite la orden al prepucio, donde se concentran los paquetes codificados de habilidades prácticas. Éste devuelve el estímulo en forma de solución, que es entregada por la médula al cerebro, encargado de ordenar directamente los movimientos a las extremidades y órganos sensoriales. (En la mujer, todo este proceso se da exclusivamente dentro del cerebro.) Pero prepucio y médula espinal se funden de tal manera que se hace imposible sospechar que una parte de la piel sea la alacena donde se encuentran las soluciones a los problemas prácticos. Es sólo cuando el prepucio es extirpado que se percibe la disfunción.
Tras estudiar a amigos y conocidos judíos del periodista, los investigadores llegaron a la conclusión de que los varones circuncisos pierden, en el momento de la extirpación, entre el 50 y el 100% de su capacidad para resolver problemas prácticos.
A Lichtbaum le llevó unas semanas redactar el informe. Fiel a su estilo, al Congreso no concurrió con un cadáver para demostrar su teoría, sino con chips de cámaras filmadoras digitales y una pantalla donde exhibir imágenes. Una vez que estuvo frente a la audiencia, se calzó parsimoniosamente los lentes, desarrugó unos papeles, los planchó y distribuyó sobre la mesa y comenzó a hablar con aquella voz obstinadamente monocorde: “Estimados colegas: ya que en el VIII Congreso me gané su respeto tras demostrar mi teoría Madejas de Piel, aprovecharé el crédito que la popularidad me concede para demostrar mi nueva teoría sólo con imágenes proyectadas. Sé que lo descubierto no tiene mucho que ver con la medicina forense (pese a que muchos consideren a la parte central de mi investigación como un trozo de piel “muerto”), pero es a este ámbito a donde pertenezco y, además, la investigación surgió de la anterior, más relacionada a lo forense. El doctor Aim Suloc descubrió parte fundamental de la teoría y merece tanto crédito como quien habla. En instantes, él les presentará la teoría”.
Se apagaron las luces del salón y en la pantalla se vio al periodista en -fallida- actividad en una cocina. Mientras se sucedían las imágenes, Suloc explicaba la teoría. Cuando terminó, el público, lleno de admiración, estalló en aplausos. “Un momento”, interrumpió Lichtbaum. “Todavía hay una punta de la teoría que quiero exponer”.
Según el médico, en su teoría se encuentra la explicación biológica de la tendencia del pueblo judío a realizar aportes intelectuales en cantidades que no encuentran relación proporcional con el número de miembros de esa nación. “Así es como se entiende la aparición de Jesús, los rabinos talmúdicos, Spinoza, Marx, Einstein, Allen, Chomsky, Perutz, Wiesel, Spielberg y otros tantos. Todos tienen en común su tendencia al divague mental, la abstracción y la argumentación por la argumentación. No quiere esto decir que todos los varones judíos se dediquen a estas actividades, sino que, dentro de ese grupo humano, aumentan las posibilidades de aparición de esos fenómenos, donde el desarrollo de la masa gris parece reemplazar la carencia del prepucio. Por otra parte, considero que mi teoría explica el ‘fenómeno idishe mame’, es decir, el fenómeno de la madre judía: ser absolutamente incomprensible para las mentes racionales, suple la carencia de habilidades prácticas de su hijo varón para dotarlo de instrumentos que le permitan sobrevivir. Sin embargo, esta aparente mera sustitución se convierte en una acumulación de habilidades desmedida, que la lleva a una hiperactividad que, de no existir, la conduciría a la locura. La idishe mame necesita hacer, ir, venir, siempre que se trate de asuntos relacionados con su hijo. Sobre éste, el efecto es, muchas veces, una acentuación de lo que trae consigo desde su octavo día, cuando le es extraído el prepucio”.
1 Aunque era forense, Lichtbaum estaba convencido de que esta investigación debía desarrollarse con voluntarios vivos. Conocido es, ya, su poco respeto a las reglas convencionales de la profesión.
4 comentarios:
tas pal cuento, man!
decile a Ontono que vuelva...
what???
sinceramente
leo
y entonces hizo silencio.
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