Ayer manejé hasta el centro de Londres. Fueron 36 minutos con Dana a mi lado y los nenes atrás. Manejar por la izquierda (con el volante a la derecha) me demanda un nivel de concentración relativamente importante. No puedo conducir en modo “piloto automático”. Tengo que recordarme permanentemente que debo tirarme al centro del carril para alejarme de los autos estacionados a mi izquierda, aunque eso signifique hacer finitos con los autos que vienen en dirección contraria. En los cruces a la derecha tengo que ser intencional y girar abierto para no meterme a contramano. Los semáforos me recuerdan que el verde no es una carta en blanco si quiero girar a la derecha, sino un permiso condicional para posicionarme en el centro del cruce hasta que los autos que vienen en dirección contraria me permitan terminar el giro.
Manejar al centro de Londres, y no simplemente a la escuela de León o a otros barrios periféricos, añade una capa adicional de estrés. Siento que en el centro las reglas son más estrictas, que hay más cámaras, que hay más control. Es cierto y no lo es. Hay más cámaras y hay que pagar el Congestion Charge, pero las reglas son las mismas. Y la cantidad de peatones parece ser la misma, al menos un domingo de mañana. Pero la cúspide del estrés es el final del viaje. Waze “llegó a destino”, pero yo debo encontrar estacionamiento y no tengo muy claro hasta dónde continuar ni para qué lado queda el Science Museum, nuestro destino final. Dana me ayuda con lo último. Y finalmente veo tres autos estacionados en un recoveco de la avenida. Estoy frente al Hyde Park.
Nim, el papá de Yash, compañero de clase de León, me había tirado el consejo de ir en auto y no en tube, porque los domingos de mañana “hay abundante estacionamiento al costado del parque”. El tema es que él se refería a una calle interna, dentro del parque mismo, para la cual no encontré acceso. Creo que tuve suerte de encontrar ese recoveco a menos de 50 metros del Royal Albert Hall. El recoveco tenía pintada una línea amarilla, lo cual normalmente significa que podés parar pero no estacionar. El cartel, sin embargo, decía que era zona de carga y descarga para camiones, operativa de lunes a sábado. Asumí que podía estacionar. El conductor de adelante asumió lo mismo, me dijo, así que cargamos el carrito de la bebé, les pusimos las camperas a los nenes, abrimos los paraguas y recé no ser multado.
Apenas 10 minutos más tarde, tras una caminata que implicó una esquizofrénica lucha de Noa por ponerse y sacarse la campera unas 3 o 4 veces, ya estábamos dentro del museo. Diez minutos de caminata (con paradas varias) en términos londinenses es un lujo para afortunados.
No fuimos directamente a Wonderlab porque el ticket era para las 11:30 y ahora eran las 10:30. Enfilamos para The Garden, donde los nenes pueden explorar hands on la energía hidráulica. Fui testigo de uno de esos instantes que te da la paternidad que te enternecen: al ver que un nene le sacó a Noa un botecito, León delicadamente se lo sacó al nene, le explicó que Noa estaba jugando con él y se lo dio a la hermana. Se dio vuelta y recibió mi aprobación. Aunque pensé: ¿Estoy en lo correcto? ¿No me estarán mirando los padres del nene? ¿Capaz que estoy incentivando cierta conducta patoteril? Nos fuimos al café.
Me dolió ver que un tremendo wrap de pollo valía, en el café del museo, lo mismo que un triangulito de poronga en Waitrose (esos sándwiches de miga secos como Leo Masliah en entrevista de la tele). “Por eso comprás los implementos en casa y armás los sándwiches vos”, me explicó Dana. Bebí mi primer café del día y comí mi segundo sándwich de jamón y casa (armado en queso).
Raudamente encaramos para el Wonderlab, con esperanzas de que fuera el Refugioland para nosotros los padres. “Podés pasarte la tarde entera ahí”, me había comentado Nim. Wonderlab es una sala interactiva donde los nenes exploran con juegos sobre el mundo de la ciencia. Por ejemplo, exploran la fuerza de la fricción tirándose de tres toboganes: uno con césped sintético, otro de plástico y otro de metal. León exploró. Vaya si exploró. Creo que sacó cuántos milisegundos demora cada tobogán.
El lugar mantuvo entretenidos a León (casi 7) y a Noa (2 y medio) unas 4 horas. Para mí, el summum fue el show. Porque además de los juegos, todo el tiempo los explainers hacen demostraciones en distintas partes del laboratorio, lo cual da unos 10 minutos de respiro a los padres. El show central redobla la apuesta con 20 minutos de entretenimiento en un recinto separado. León estaba muy ocupado con su exploración de la fuerza de la fricción por tercera o cuarta vez, y demostraba muy poco interés en el show. Así que fui yo solo con Noa.
Rachel la explainer salpicaba sus explicaciones con un poco de humor para adultos (“necesito un voluntario para sentarse en este alfiler”). Yo me preguntaba qué pasaría en ese momento por la cabeza de Noa, que más allá de devorar un sándwich de manteca de maní, no entendía (supongo) nada de lo que estaba pasando y sin embargo seguía atentamente los resultados de las explosiones químicas. En ningún momento pidió para irse ni dio señales de aburrimiento. Veinte minutos de pausa. Veinte minutos sentado. Veinte minutos siendo entretenido y no corriendo atrás de enanos caprichosos.
León empezaba a enojarse por cualquier cosa e intuimos que el ruido, la gente y las luces de 4 horas ahora nos expulsaban. Suficiente. Algo me decía que cruzar hasta el parque antes de emprender los 50 minutos de regreso a casa podría ayudar a los nenes a liberar tensiones. Tenía razón. Corrieron, patearon hojas otoñales, se colgaron de un árbol y confirmamos que ni siquiera nosotros cuatro juntos podíamos abrazar el tronco, así de ancho era.
Caminamos hacia algo que parecía de lejos un monumento budista pero al acercarnos descubrimos el Prince Albert Memorial. Sugerí rodearlo, y en ese corto paseo se prendió la lamparita de mi curiosidad. Quién fue el príncipe Albert y quién fue la reina Victoria. No sé nada de ellos, pero después en casa Wikipedia me dijo cuáles fueron los años de la actividad de la pareja: casi todo el Siglo XIX. O sea, la cúspide del poder y expansión del imperio británico. Ignoro aún las características del reinado victoriano, pero intuyo que haber sido la monarca durante tal período será suficiente para justificar cierta devoción de su pueblo y un tremendo monumento en el centro de la capital.
Lo que me llamó la atención fue la sensación de continuidad. Hay algo del centro de Londres que se siente diferente (técnicamente estábamos en South Kensington, que aunque no es Westminster ni Chelsea, es parte del centro). El panorama desde el Prince Albert Memorial hacia el Albert Royal Hall es impresionante y resume un poco la grandiosidad de la arquitectura céntrica. Manhattan. Y sin embargo, llegué a casa casi sin darme cuenta que había recorrido desde el centro hacia la periferia. Waze no me llevó por autopistas sino por calles y avenidas, y todo se veía igual. Las mismas señales de tránsito, la misma densidad de autos y gente, el mismo ancho de las calles. Yo esperaba un cambio un poco más brusco, o por lo menos más perceptible. Salir de un centro atestado, tomar una autopista y salir hacia una periferia vacía y verde. En lugar de eso, Waze me llevó por un entramado urbano homogéneo. El centro de Londres es el verdadero Londres, pero no es diferente de la periferia. Sí lo es.
No nos multaron.