martes, octubre 02, 2007

Publicación

Voy a citar al Pity Álvarez: "Aunque a nadie importe", hoy es un día importante para mí. Voy a publicar uno de los muy pocos cuentos que escribí seriamente en mi vida. Ahí va.

El Embudo

Se juntaron en una plaza gigante. Gerardo llevaba sus ólstar, un jean azul, la remera de La Renga, un saquito deportivo retro y su mochila rastafari. Fumaron y hablaron sobre varios temas. Gerardo acababa de escuchar el "Ahí vamos" de Cerati, que le pareció muy interesante, así que lo comentó con los chicos, entre sonrisas de misterio, desprecio e ignorancia, de curiosidad e interés. El Alpargatas contó que esa tarde, tomando mate y mirando a Jorge Rial, le cayó la ficha de que se había enamorado de la mina con la que estaba saliendo. Hubo quien amenazó con humillarlo y quien lo hizo efectivamente, pero también hubo quienes lo comprendieron y alentaron. Jorgito contó cómo la secretaria de su jefe había llegado ese día a su punto más cruel: le dijo que si no terminaba las gestiones en el Ministerio de Salud Pública antes de las cuatro de la tarde, se iba a tener que quedar de noche a tipear los nombres de los médicos incluidos en la lista de invitados, y le importaba "un comino" si quería ir al "concierto" de "Los Rengos". Pero Jorgito se manejó. Coimeó al portero de los lunes y se fugó. Y ahí estaba, en la plaza, tomando un poco de vino por acá y otro poco de smirnoff ice por allá, un porrito por aquí y una rayita por allá, haciendo la previa del toque.

Alberto llegó a último momento. No había podido zafar de la cena familiar en lo de la tía Edith, pero igual llegó. Se sacó la camisa y se puso la remera de La Renga, que difícilmente hacía juego con el pantalón de vestir negro, el cinturón de cuero -también negro- y los zapatos. Salieron. Agarraron por Bulevar España, un bulevar ancho como una cuadra, con cantero en el medio. El primer tema de conversa fue La Renga. Alberto dijo que si no abrían con "Vende patria clon", se iba del toque al toque. Los demás fueron un poco más flexibles y dijeron que estaba todo bien, que abrieran con lo que abrieran eran La Renga, y había que aguantar, no andar con mariconadas ni caprichitos. Alberto se calentó un cacho.

-¿Qué pasa loco? ¿Esto no es aguante, loco? ¿Vengo con este pantalón del orto y estos zapatos de nene rico y no aguanto? ¿Eh? ¿Qué pasa, man?

Gerardo, Jorgito y el Alpargatas se cagaron de risa. "Sacáte ese pantalón, boludo", le respondió el Alpargatas con tono de dejate de joder. Como ya estaban un poco pasados, se volvieron a cagar de risa cuando Alberto peló cinturón y pantalón y los tiró al tacho de basura que había más cerca.

Y siguieron caminando. Agarraron Avenida Brasil, que también es ancha pero ya no tanto. No podrían decir si era por la hora o por el lugar, pero había menos gente que en Bulevar España. Los viejos y los niños habían desaparecido de la calle. Ahora había sólo pibes y cuarentones que volvían del laburo. Pararon en el bar que está frente a la embajada de España y se tomaron unas cañas. A Gerardo le dio calor. Se desabrochó el saquito e hizo el movimiento instintivo de guardarlo en su mochila rasta, pero se le prendió la lamparita negra y lo tiró a la basura. Pagaron, saludaron al turco Colombo -el mozo- y siguieron camino. Jorgito balbuceaba puteadas a la vieja gorda de la secretaria de su jefe, y cada vez que cantaban canciones de aguante de La Renga, cambiaba algunas palabras por puteadas a la vieja chota del orto, o contra el sistema.

Sí, contra el sistema. Se sumaron los demás a cantar contra el sistema, la putá que lo parió, cuando doblaron por Hakishón, que es una calle muy estrecha. Tan estrecha que la gente puede charlar de balcón a balcón sin levantar la voz. Ya en esta calle oscura, sórdida y visceral empezaba el toque: trapos, vino en botellas de Coca, tachas, cuero, ólstar embarradas, pelo con pasto y hojarasca. El aguante. Ahora los cuatro estaban pasados, es decir, a punto. Las canciones de aguante La Renga se reducían a dos, cantadas por varios grupos de chabones dispersados por las veredas y la calzada.

El Alpargatas se sentía en la cresta de la ola. La adrenalina le trepaba por el pecho. Cada vez caminaba más rápido, cada tanto metía un saltito hacia adelante para acompañar el revoleo de la remera. Cantaba y arengaba. Sus amigos le seguían el ritmo. Pasaron por al lado cuatro pibas, del palo por supuesto. Una le cruzó una mirada al Alpargatas, quien sin darse cuenta, en un segundo la agarró, la tiró contra la pared y se la chuponeó vorazmente. Le metió el dedo en el culo y unas cuantas manos en las tetas y la concha. Ella le agarró la pija. Pero todo eso duró un minuto y veinte segundos, porque ninguno de los dos estaba para ésa. Habían venido a ver a La Renga, así que se separaron sin cruzar palabra y corretearon para alcanzar a sus respectivos grupos.

- Bo, qué rica estaba esa minita-, dijo Jorgito.
- Taba bien. Me la habría cogido. Pero me chupa un huevo. ¿Vamo a poguear o no vamo a poguear?-respondió el Alpargatas.
- Da, bo, qué te hacés el winner, man. Yo habría pegado el número de teléfono al menos- recargó Jorgito.
-Loco, no me rompás las pelotas, ¡vamo La Renga, che!- la voz del Alpargatas sonaba más aguda, como pidiendo aguante.
- Bo, Jorgito, no jodas más. Dejálo en paz. ¿Qué viniste, a caretear?- dijo Gerardo, metiéndole el peso.

La conversación se cortó cuando, a 200 metros, vieron la multitud agolpada a los portones. A medida que avanzaban, había más gente por metro cuadrado, más olor a porro, más pibes reventados contra los árboles ("qué cagada, se pierden el toque", pensó Jorgito), más negro. Gerardo tiró a la mierda la mochila rasta con el saquito retro.

De repente, la adrenalina entró en un pozo pasajero: había que organizarse para el cacheo de los milicos, decir "no" a los revendedores, cuidar el bolsillo y entregar las entradas. Todos calladitos como nenes buenos. Así que pasaron esos 30 metros con obstáculos y entraron. Ahí estaban, con el escenario iluminado y lleno de humo, las banderas flameando adelante, la masa, el rock desde los parlantes y los pibes corriendo desde la entrada hacia donde ya había empezado el pogo. Y ellos, con los ojos vidriosos, en fila y el cuerpo inclinado para lanzarse a la carrera, miraban con la sangre en la boca.